En cada generación la adolescencia supone un reto y un desafío para los adultos del momento.
Considerado como un combustible que alimenta el movimiento de la sociedad, pero que debe ser controlado
para que no explote, el adolescente cuestiona el mundo que le ha tocado vivir y que él no ha escogido. Por
eso quiere cambiarlo.
No es extraño entonces que los adultos, que defienden el mundo que, mejor o peor, han logrado crear a
partir de los ideales de su propia juventud, no quieran que unos «niñatos » les tiren abajo el trabajo realizado.
Y les digan de paso -con sus actos en vez de con palabras- que aquello por lo que han luchado tanto dista
mucho de ser perfecto.
La violencia y la falta de respeto al mundo adulto actual no son nuevas, aunque en otras épocas hayan
podido tomar diferentes formas. Y en los debates actuales respecto a la adolescencia tampoco es nuevo
hablar rápidamente de “la falta de límites” y de “la caída de las figuras de autoridad”.
A partir de estos dos argumentos, muy fácilmente quedamos atrapados en una conclusión que parece del
todo lógica: hemos de crear una suerte de listados de sanciones que, en su aplicación con mano firme,
establecerán dónde están los límites y dejarán claro quién ostenta la autoridad. Dos pájaros de un tiro.
Pero pienso que es un tiro en la dirección equivocada y que, muy fácilmente, puede Salir por la culata.
La autoridad se gana, no se tiene. Se puede tener el poder o la fuerza de negar al adolescente pagas,
móviles, salidas, etc., pero eso no concede ninguna autoridad a los padres. La autoridad consiste en que un
hijo pueda hacerles caso no por miedo a los castigos, si no porque confía en ellos.
Y ganarse esta confianza es un largo camino que forma parte desde el inicio de la labor de ser padres.
Sin lugar a dudas, un adolescente (casi por principios), se negará a aceptar la mayoría de consejos y normas
que sus padres le den o pongan. Pero eso no quiere decir que, si ha habido una explicación previa del por
qué, el hijo no pueda entender – a regañadientes- que sus padres quizás tienen razón. Dicho sea de paso,
esto significa también otra cosa: que las normas han de tener un sentido, y ese sentido ha de ir dirigido a
ayudar o proteger al menor, muchas veces incluso en contra de su voluntad.
Los beneficiados por las normas no pueden ser, en primera instancia, los padres sino los hijos.
Que un hijo adolescente deba volver antes de una hora determinada si sale el fin de semana, por ejemplo, no
tiene como objetivo fastidiarle la noche con los amigos ni demostrarle que “tú harás lo que yo te diga”. Se
trata de llegar a un acuerdo entre el miedo de los padres a que esté en lugares desconocidos y la
necesidad del hijo a tener sus propios espacios al margen de los paternos.
Si se puede transmitir en palabras que ese horario sirve para protegerle de posibles daños y que también
sirve a los propios padres porque sufren por él, él adolescente puede entender tanto que hay unas
motivaciones de cuidarle (aunque no las comparta de forma abierta) como que sus acciones tienen
consecuencias sobre los demás que no puede ignorar.
Tanto en el caso que no haya horarios como si la única motivación para llegar antes de una hora límite
es evitar un castigo, todo ese entendimiento sobre las motivaciones de sus padre como sobre las
consecuencias que las propias acciones tienen en los demás queda perdido.
Si el adulto concibe de esa forma el papel de la autoridad, también podrá transmitirla a través de sus actos,
mostrando con el ejemplo qué es lo que él espera del adolescente.
Si un profesor castiga o llama la atención a un alumno y los padres ningunean la sanción o amenazan al
propio profesor, se hacen a sí mismos un flaco favor. Lo que están mostrando a su hijo es que la autoridad
no existe, sino el poder de gritar más alto o amenazar más fuerte.
La consecuencia es que cuando sean los padres los que traten de poner un límite al hijo, este habrá
aprendido que la reacción para mostrar el desacuerdo no pasa por el diálogo o el razonamiento, sino por la
confrontación y la amenaza.
La propia forma de relacionarse con la autoridad será una referencia a partir de la cual los hijos se
relacionarán, a su vez, con sus padres. No se les puede pedir que no hagan lo que uno mismo ejemplifica.
Muchos son los aspectos a tener en cuenta cuando se habla de cómo educar a los hijos y nadie tiene la
solución mágica.
Pero algo en lo que parece que no estamos haciendo suficiente hincapié, especialmente en los debates más
mediáticos al respecto, es en qué consiste esa autoridad que los adultos a veces consideran que tienen
porque sí.
Dejemos de lado por esta vez la importantísima cuestión de enseñar también cómo se puede ser crítico con
la autoridad. Primero se debe entender para qué sirven los famosos “límites” y hacerse de verdad la misma
pregunta que los hijos plantean con cada desafío: ¿por qué han de hacerme caso? y encontrar lo más
parecido a una respuesta que, si nos la dieran a nosotros, nos resultara satisfactoria.