Acabamos con esta tercera parte los artículos centrados en los cuentos terapéuticos como favorecedores de la resiliencia. En relación a este concepto algunos autores señalan que la felicidad es posible a pesar de las circunstancias vividas y subrayan el valor de la escritura contra el silencio: “…Los hijos de la desdicha sienten todos esta necesidad de hablar, incluso de escribir, especialmente cuando llegan a adultos. Anny Dupuney ha dedicado su libro autobiográfico a aquellos cuyos gritos no son oídos. David Bisson, el niño del placard, cuyo drama conmocionó a Francia revela:” Yo he podido expresar mi cólera, mi tristeza y poner mi sufrimiento hacia fuera. Este libro ha sido una especie de liberación…” (Vanistendael y Lecomte, 2000; p 35-36).
Por lo tanto, la escritura de un cuento terapéutico podría ser un buen aliado complementario de esta capacidad ya que si la resiliencia es la capacidad de enfrentar las situaciones adversas y salir fortalecidos de ellas y si el cuento terapéutico se crea a partir de la situación más dolorosa que un sujeto haya vivido y concluye con final feliz o positivo ambos conceptos constituyen una dialéctica complementaria. Desde la escritura de un cuento terapéutico, los sujetos fortalecen los pilares de la resiliencia señalados en el punto anterior. Un ejemplo es el pilar de la creatividad ya que crear un cuento que implica al propio sujeto desde el propio caos vivido es una de la manera de posibilitarle encontrar un camino creativo de salida ante tanto sufrimiento.
Algunos autores (Infante, 1997, 2001ª) señalan que a partir de este cambio en el paradigma epistemológico, en el cual del modelo de riesgo basado en las necesidades y la enfermedad se ha pasado a un modelo de prevención y promoción de la salud, los sujetos son considerados como agentes de su propia ecología y salud social. Por lo tanto un sujeto no sólo carece y se enferma sino que desde este nuevo paradigma es capaz de buscar y encontrar sus propios recursos y salir fortalecido de las adversidades, esto es, de las situaciones traumáticas que haya vivido. Como la resiliencia es dinámica, entonces un camino posible para favorecerla sería el uso de cuento terapéutico, ya que como señala Cyrulnik (2001): “La vida no es una historia. Es una resolución incesante de problemas de adaptación” (p.117); y la posibilidad de recrearla a partir de la escritura de cuentos terapéuticos es un recurso válido y valioso para tal fin. Continúa Cyrulnik (2001)… “el epílogo de la novela de una vida no es la muerte. La muerte no es sino el fin de la vida, no es el fin de la historia”. La escritura de un cuento terapéutico le permitiría a un sujeto quien padeció una situación traumática frente a la muerte de un ser querido, hacer que esa situación dolorosa sea el fin de la vida pero no sea el fin de la historia y complementar así los resortes de su resiliencia
El Patito feo
Uno de los cuentos que puede considerarse el paradigma de la desvalorización, es el Patito feo. Cabe preguntarse, entonces, ¿cómo continuó la historia de nuestro pequeño protagonista? Desde su nacimiento el patito fue desvalorizado por su madre, quien trazó la diferencia por su fealdad con el resto de sus hijos. Este fue el primero de los rechazos del pobre patito. Pero estas descalificaciones también estuvieron en boca de sus hermanos que lo marginaban dejándolo de lado. Hasta los animales lo molestaban, al ver un patito desgarbado que intentaba conducirse de la misma manera que el resto de los patos. Todo terminó en que sus mismos hermanitos lo echaran de la familia. El patito se marchó muy triste, ¡nadie me quiere!, ¡que culpa tengo de ser feo!, se decía para sí mismo. De esta manera, sólo, deambulaba por el bosque, donde hasta los animales le daban la espalda y lo rechazaban.
El pobre Patito feo vagabundeó todo el invierno, débil por no comer y aterido del frío y cuando llegaba su final, se le acercó una anciana y dijo: ¡pobre patito está tiritando!. La anciana se condolió del patito y le dio de comer, pero (siempre hay un pero) el gato de la casa lo miró con recelo y le comenzó a hacer la vida imposible. Lo perseguía permanentemente, lo peleaba y deseaba comérselo. La anciana se cansó de las rencillas entre ellos y como pasaba el tiempo y el pato no ponía huevos, la anciana lo echó de la casa. Otra vez, el abandono y la tristeza. El pobre patito vagabundeó sin casa por mucho tiempo, hasta que un día fue al lago y se quedó entre unos juncos mirando un grupo de bellísimos cisnes que nadaban. Cuando, de pronto, observó las aguas del lago y vio su imagen reflejada. ¡El también era un cisne!. Un cisne elegante y precioso que jamás volvió a sentirse solo. ¡Encontró su verdadera familia!. Este es un cierre de la historia, con el típico final feliz y victorioso.
La segunda parte de esta historia, que hace darle visos de realidad al cuento, narra las vicisitudes de un cisne adulto que pasó una infancia altamente traumática, poblada de descalificaciones y rechazos de su familia de origen. Su madre misma, lo rechazó explícitamente y lo condenó por su fealdad. Sus hermanitos lo marginaron hasta echarlo del hogar. Como primera experiencia infantil, es realmente espantosa. Y el uso del término espantosa no es azaroso. Causa espanto que en los primeros meses de vida cuando se necesita mayor nutrición emocional, se haya creado semejante carencia.
La segunda experiencia de nuestro protagonista es de soledad y de segregación del medio (los animales del bosque). Cuando parece poder revertir la situación y el patito llena su vacío afectivo con la presencia de la anciana, el gato lo pone en riesgo de muerte. Todo se acaba cuando la vieja tiene que optar, elige al gato aduciendo que el pato no le sirve ya que no pone huevos. ¿Cómo puede sentirse este animalito cuando creyó ser amado y solamente el interés radicaba en su uso? Nuevamente soledad y tristeza en la vida del pato, sentimientos que reactivan y potencian profundas angustias de la primera infancia. La escena paradigmática de verse reflejado en el lago, hace que se dé cuenta que vivió equivocado: no es un pato es un cisne. Entonces, intenta integrarse al grupo de cisnes con mucho miedo. El protagonista no desea amar nuevamente por miedo al rechazo y la desvalorización, y no logra integrarse del todo al grupo de cisnes. Ellos tratan de plegarlo al grupo y él se resiste. Se automargina y genera en los otros cierta desconfianza y sensaciones de que es él el que no los acepta. Esto produce broncas en el grupo y toman distancia del ex pato. El confirma, así, que es rechazado y ¡qué bien que tomó distancia! y no se involucró afectivamente. Otra vez la soledad y la tristeza. Tampoco, ha logrado verse como un cisne completamente. Fueron tan fuertes esas imágenes de fealdad que le transmitieron sus mayores y pares, que no puede percibirse como un cisne hermoso. Se desvaloriza e intenta hacer cosas para que lo quieran. Se vuelve bueno, conciliador y ayudador desmedidamente. Se transforma en un dependiente de la valoración que le pueden proporcionar los demás. Esta es una versión más o menos catastrófica de los efectos de la desvalorización en la infancia.
Por supuesto, que estos sentimientos traerán como colación entre otras cosas, el retraimiento personal, un entorno abusador, una pareja a la que se le demanda calificación y, un ejemplo hacia los hijos de cómo deben hacer para desvalorizarse. Todo en una secuencia en cadena que excede el marco personal, para trasladarse a las generaciones posteriores. Lejos del catastrofismo, también hay una versión positiva. El ex Patito feo, al darse cuenta de su sensación de minusvalía, recurrió a uno de los cisnes más sabios para que lo ayudara a recomponer su estimación personal, o pudo encontrar una mamá cisne sustituta quien le brindó amor y valoración, logrando paulatinamente llenar ese vacío sediento de afecto. Y, más allá de todas estas posibilidades o aunque no se haya contado con ninguna de ellas, el ex patito recurrió a un terapeuta con quien pudo reflexionar acerca de su valoración e intentar estimarse.
La Cenicienta
La Cenicienta, por ejemplo, también es una historia de desvalorización y rechazo. La historia describe a una niña hermosa y de muy buen corazón que extrañaba a su mamá, cuyo padre viudo se casó con una mujer que tenía dos hijas ambiciosas y malas. Tan descalificada estaba, que no solo hacía la limpieza de toda la casa sino que dormía frente a la chimenea, razón por la que amanecía de los pies a la cabeza tiznada de leña. De allí su apodo: Cenicienta. Un buen día, se conoció la noticia de que el rey invitaba a todas las jovencitas del reino a un gran baile. Entre ellas, el príncipe elegiría a su esposa. Las hermanastras pensaron que esta sería una gran oportunidad. Para poder asistir al baile, la madrastra le impuso a Cenicienta una tarea imposible: recoger una fuente de lentejas que había derramado entre las cenizas, en menos de dos horas. Los pájaros ayudaron a la pobre joven pero, a pesar de haber completado la tarea, la madrastra no cumplió su promesa. Sola y triste, Cenicienta se vio invadida por un resplandor que la cegó por unos instantes. Era su hada madrina quien la vistió con un hermoso vestido y le colocó unos zapatitos de cristal, con la prerrogativa de que a las doce de la noche el hechizo desaparecía.
El príncipe quedo fascinado con la hermosa joven y bailó toda la noche con ella. Cuando sonaron las primeras campanadas de medianoche, Cenicienta debió huir apresurada -a riesgo de que los corceles blancos que la trasladaron a la fiesta, se transformen en ratones y su carroza en calabaza-, perdiendo entre los pasillos del palacio uno de sus zapatitos de cristal. Casa por casa, los soldados el rey con el zapato a cuestas se encargaron de probarlo a cada una de las jóvenes del reino. Las hermanastras, en vano, hicieron la prueba hasta que le llegó el turno a Cenicienta. El zapato calzó perfectamente en su pie. Así, el príncipe enamorado le pidió que se casara con él. Ella aceptó y ambos vivieron una vida muy feliz.
Pero, la verdadera historia cuenta que la pobre Cenicienta sufrió un primer abandono en su vida: la muerte de su mamá. Ese temprano y profundo dolor dejó tal vacío afectivo que se ilusionó en poderlo llenar con una mamá postiza, cuando su padre rehizo su vida con una nueva mujer. Todas estas ilusiones se perdieron cuando conoció a su madrastra, una mujer que la convirtió en su esclava y se vio descalificada por sus hermanastras que la envidiaban por su belleza. El cuadro se completa, por un padre que brilló por su ausencia y, por ende, se convirtió en cómplice de su mujer y del juego familiar. Con sus sentimientos de soledad, desvalorización y angustia, la vida le dio una revancha, pudo ser la elegida por el príncipe para casarse y, así, cambiar su vida.
Cenicienta logró formar su familia, pero sus sensaciones de baja autoestima y desvalimiento interior no fueron superados tan fácilmente. Si bien, vivió en la corte como princesa, continuaba siendo la cenicienta que dormía al lado de la chimenea de la casa de su madrastra. Por las noches, soñaba con sus hermanastras que la insultaban y denigraban. Ambos, príncipe y la princesa-cenicienta debieron consultar al consejero de la corte con la intención de mejorar su relación, ya que la desvalorización de ella había comenzado a causar problemas de pareja. Se había vuelto muy demandante en el intento de que el príncipe llenase su carencia afectiva. Poco a poco, la princesa pudo revertir su sentimiento autodescalificante y quererse y valorarse en su nueva identidad. Solo así pudo consolidarse muy feliz con su príncipe y pudieron proyectar futuros hijos.
El Jorobado de Notre Dame
Pero si hay un relato que describe a la desvalorización personal de manera descarnada, es la famosa obra Nuestra Señora de París. En ella, Víctor Hugo inmortalizaba a Cuasimodo, el célebre, noble y bonachón jorobado que sonaba el campanario de la catedral de Notre Dame. Sirviente del obispo, Cuasimodo, un personaje de extrema fealdad, estaba profundamente enamorado de Esmeralda, una bella gitana que embelesaba a toda la fauna masculina de París. En la obra transcurren numerosas situaciones de altas complicaciones y urdimbres palaciegas, donde el protagonista es segregado por la sociedad, maltratado por su amo y rechazado como un monstruo. A pesar de ser un ser humano, ante su sola presencia por su deformidad física, la gente le descalificaba. Huía provocando las más antagónicas reacciones, desde el más acérrimo temor y repugnancia, hasta generar las bromas más bizarras. Ese amor por Esmeralda, que signaba la polaridad de la bella y la bestia, se coronaba con la muerte de Cuasimodo en el campanario de la afamada catedral francesa. Este es un final que sacrifica al héroe que, a través de la muerte, cobra el precio de su baja autoestima.